Diana Alejandra Grisales Rubio

Gustavo Rubio

 (1986)

Ahora que lo veíamos frente a frente con la muerte, no pudimos disimular el asombro, también la desdicha al verlo, sentado en la mesa de juego, acomodando las fichas de ajedrez, mirando el reloj que la muerte había traído desde la provincia enlutada del miedo, calculando los artificios y mirando sin preocupación aparente, el rostro indefinible de la cara insobornable.

Solo entonces recordamos, años atrás, cuando se enfrentó sin un centavo en el bolsillo al mayor accionista del barrio y lo volvió loco por los juegos del dominó, loco por las damas chinas, por el parqués y el billar, y lo criticamos mucho porque con la locura del accionista nos quedamos todos sin tener a quien pedir prestado un peso.

Claro que mucho antes, en un amanecer de lluvias atronadoras, sentados en la cantina del viejo Daniel, bebiendo, vimos que entró el diablo en persona y él, nuestro jugador, lo invitó de inmediato a jugar el juego que mejor conocía, el juego ese de la política y el lenguaje y el de las almas, apostando su alma y el diablo, si perdía, le dejaba las almas de los gringos para que hiciera con ellas lo que mejor quisiera. Aceptaron ambos.

Comenzaron a hablar como quien conoce todo lo habido y por haber, y luego el diablo se retractó en una frase insípida porque no conocía al autor y con ello supimos que el jugador había ganado una vez más, dedujimos que había ganado porque el diablo todavía no conocía a Freud. La vez aquella en que quiso enfrentar a Dios lo disuadimos y el aceptó por considerar que a pesar de todo seguía siendo católico y creyente, y por considerar además que no valía la pena poner en ridículo al señor de los cielos.

Era engreído, insoportable, cargaba los dados de antemano y las cartas las marcaba con dos equis de color vacío, su color favorito, porque le recordaba el color de la libido. Siendo apenas un niño apostó en una ocasión los pantalones al mejor postor, un tahúr que cargaba una culebra en su cuello y le ganó porque se dejó morder del ofidio y se quedó con el animal porque era de cartón y plástico y no le tuvo miedo. Tampoco tenía miedo ahora, hasta quiso despistar a la muerte guiñándole el ojo izquierdo, la muerte sonrió apenas al jugador de siempre, dio el primer envión, la jugada exacta y lo tuvimos que enterrar ayer.

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