En esta entrega de la revista ARRIERIAS quiero hacer una semblanza de mi pueblo Calarcá aprovechando el espacio que amablemente me conceden los directores.
Me lleno de nostalgia al recorrer las calles de Calarcá , hermoso pueblo; de verdad que no comprendo por qué quieren acabar con sus ancestrales construcciones.
Es una verdadera desdicha observar cómo talaron los frondosos y altivos árboles que con orgullo adornaban el parque de Bolivar. No acierto a comprender por qué las actuales generaciones tienen esa ruda mentalidad de exterminio por lo nuestro, de acabar con el legado que dejaron nuestros abuelos; parece que no les gustara lo que ellos con amor hicieron en sus tiempos ya vencidos.
Me da la impresión además que quienes conciben esos horrendos proyectos de destrucción son nómadas que llegaron sin importarles lo que cada sitio significa para quienes nacimos en ella.
Es indudable que no son de la Villa Del Cacique (como la llamó el poeta), pues si así lo fueran sentirían que al acabar cada símbolo del pasado están enterrando la historia de mi pueblo. Es un irrespeto a nuestros valores.
Invito desde estas páginas a quienes amamos esa tierra tan querida para que se pronuncien y no destruyan el preciado patrimonio que con esmero levantaron nuestros mayores.
Como huellas del pasado se erigen para mostrar lo que fue nuestra niñez. esas viejas casonas hechas con esterilla albergan en su interior pedazos de alma. En cada alcoba se guardan las voces de quienes vivieron un pasado ya eclipsado .Son pergaminos vivientes del ocaso; primaveras ya marchitas en las arrugas de la historia.
Me solazo recordando el elevar de mi cometa allá en los cerros de Bataclán, me recreo mentalmente, y no dejo de esbozar una sonrisa, pedaleando mi triciclo con una llanta de madera, que una tarde cualquiera cambié por un carrito de plástico y que valió para que mi tío Fabio y con sobrada razón, me diera una “pela.” En la esquina de ese parque con típica estampa pueblerina, se “parqueaban “los taxis que prestaban su servicio a quienes debían viajar a Armenia. Era común escuchar el tradicional “menia”,”menia”entre los choferes de esa flota de carros.
Mi casa, que solo vive en mi memoria porque allí hay otra construcción muy diferente, quedaba muy cerca a la sede de la Federación De Cafeteros, en la calle 27 frente a una agencia de maderas. Mi abuelo tenía una revistería y a la vez alquiler de bicicletas que con esmero y celo administraba. Con rústica decencia acomodaba a los mozalbetes en grandes cajones amortiguados con costales, quienes casi en fila se abstraían hasta terminar y continuar leyendo otra de acuerdo a sus gustos y alcance del bolsillo….allí se rentaban a razón de 10,20 o 25 centavos las revistas que el viejo traía desde Armenia.
Era patético el cuadro que se observaba de quienes acudían a deleitarse con viruta y Capulina, blue demon, el charrito negro, popeye ”el marino,” el látigo negro, supermán, linterna verde, santo,”el enmascarado de plata”, chanoc ,el zorro, memín pinguín, hopalong cassidy, el llanero solitario ,los tres chiflados y otras muchas que venían desde México y que ayudaban a paliar el hecho de no tener la televisión muy avanzada en nuestro país; estaba en ciernes y sólo las clases pudientes se daban el lujo de tener la llamada caja mágica. Pasaron muchos años y mucha agua pasó bajo el puente para que yo conociera en sí lo que era el verdadero deleite de un programa televisivo de los que habían en ese entonces a blanco y negro. Sirva esto de reflexión a la generación actual que gozan del hermoso privilegio de contar por humilde que sea de un televisor a color, además con el computador que ya se convirtió en herramienta indispensable para los diferentes menesteres de la vida cotidiana.
Quienes no llegaban a disfrutar de la lectura pernoctaban allí en busca de una bicicleta que de inmediato salía a recorrer las calles del pueblo mientras mi abuelo anotaba su nombre y el número de cédula en un cuaderno marca Bolivariano destinado solo para esa función. Aparte de eso, hacía unos exquisitos helados de coco que los clientes chupaban mientras leían las revistas mencionadas. Combinaba la venta también con bombones que mi tío Jairo y yo ayudábamos a hacer en grandes recipientes de metal.
Cerca de allí quedaba la escuela. Era una edificación antigua, grande donde con gran rigor recibía mis clases de niño aconductado con el rigor de esos años. Don Luis Gonzaga Bustamante era el director y con disciplina pretoriana mantenía el orden en el plantel. En esta escuela hice mi segundo año de primaria cuando apenas los sesenta hacían su medio recorrido. Resaltaba entre otros su hermosa banda de guerra a la cual quise pertenecer, pero este lujo estaba destinado para los niños de bien quienes en los desfiles religiosos y de patria mostraban sus penachos. Con gran garbo y embeleso arrancaban suspiros desmedidos a las niñas que aplaudían aquel acto. Detrás de aquellos tambores, cornetas y timbales sonoros íbamos nosotros orgullosos marchando al compás mirando al compañero de turno para no equivocarnos y sufrir el consabido regaño de don Gustavo o de don James quienes vigilantes acompañaban el ritual estudiantil.
Me detengo unos buenos momentos para seguir consumiendo recuerdos oxidados….y llega como ola que lleva el viento el paisaje urbano de mi pueblo sesentero….
Como anexo a esta presentación que hago de la Villa Del Cacique, traigo este artículo escrito por mi amigo el periodista y escritor Gilberto Montalvo Jiménez.
“La carrera 25, meridiano vivo de Calarcá
CRÓNICA
Gilberto Montalvo Jiménez
“Todas los pueblos del mundo o quizás las grandes ciudades también tienen una identificación por sitios que les han hecho permanecer en el tiempo y se convierten sin proponérselo en referentes.
Hermosa arquitectura de Calarcá, si bien los primeros pobladores de villorrios se inclinaron por circunscribir el desarrollo armónico desde las plazas principales, que además eran los aglutinadores de mercados y lugares de encuentro de los moradores veredales, no menos importante eran las “calles reales” o vías centrales que se iban convirtiendo en zonas geográficas de desarrollo habitacional también de algunos tenderetes que servían de cobijo a los campesinos que bajaban de sus fundos, generalmente, los fines de semana.
Calarcá no podía ser diferente. Cerca al parque de Bolívar se fue desarrollando de norte a sur la carrera 25 donde no solo se construyeron grandes casonas de influencia antioqueña, hoy superviven algunas, sino que también los bares, cantinas y negocios de comercio se extendieron sin reproche por la larga vía que atraviesa en buen trecho la segunda ciudad del Quindío.
Y apareció don Arturo
Los primeros amagues de progreso arquitectónico los dio Arturo Palacio Jaramillo, el rico del pueblo de los años sesenta, quien se atrevió a levantar en su vieja casona de la calle 42 una elegante mansión que no solo le dio la posibilidad de vivir dentro del boato de la época sino que le aprovisionó denarios por los locales que con visión empresarial le ‘sacó’ a la nueva construcción.
Sin embargo, Sarita Fernández, ex reina vitalicia hasta su muerte, conservó al lado de don Arturo su vieja casona sin dejar que el tiempo le pasara por encima y por el contrario sirviera de refugio también a muchas andanzas política de Lucelly García o Emma Peláez.
Al frente hoy el esfuerzo artístico de Luis Fernando Londoño, tiene en su majestad el mayor patrimonio fílmico y fotográfico del país en su género con su Museo y más adelante aun subsiste la vieja edificación que dejó Gustavo Castaño Arias, después de que se pegara un tiro en la cabeza en su extrañamiento voluntario en La Tebaida.
A Gustavo, ateo de profesión, lo tuvieron en rigurosa velación cinco días en la funeraria Aristizábal, mientras llegaban sus deudos, y le hicieron rituales católicos tan avanzados como a cualquier papa.
El testamentario de los recursos del difunto fue el otrora presidente del concejo municipal, Camilo Ramírez López, quien le guardó luto y en recogimiento silente hizo caso a las recomendaciones terrenales de quien se fue no se sabe, entonces, para dónde.
El edificio de Jaime y Mario
Más abajo en la famosa calle 41 Jaime Giraldo Aristizábal, padre del actual alcalde y ferviente devoto de Laureano Gómez, a quien le reza aun jaculatorias los domingos en la tarde, se alió con el arquitecto Mario Arbeláez Atehortua para construir una mole de varios pisos que en atrevido envión le dieron espacio a varios apartamentos para las familias más acomodadas de los años ochentas.
Les dijeron que estaban locos pero siguieron adelante y ahí está el esfuerzo de estos soñadores.
Metros bajando Omar Sosa, el marido de Faride Ossman,-hermana de Lucella- hizo un edificio un tanto extraño por la utilización de algunos espacios en su frontis y que le dieron la oportunidad a la antigua Telecalarcá de ser su vecina por todos los años antes de que Fabio Agudelo inaugurar la nueva sede, pero esta vez en la carrera 23.
La emisora y los famosos bares
La Voz de Calarcá, cuando este municipio tenía emisoras de radio, que antes estuviera en una vetusta casa de la carrera 24 con Chila Latorre al comando, consiguió un pedazo de moderno inquilinato para instalar allí sus estudios donde Arley Sabogal o Everardo Valencia difundían al medio día por las frecuencias de RCN lo que pasaba en la Villa del Cacique con la exquisita redacción de Carlos Alberto Tobón Botero.
Roger en La Colina- 25 con 40-, atendía a los más distinguidos aguardienteros de la Villa, especialmente después de las jornadas políticas de doña Lucelly García o de Lucella Ossman y traía con el mayor sigilo los cigarrillos Marlboro o Kent de contrabando, los que vendía con un disimulo tenaz ya que se consideraba como un delito el consumo de los chicotes gringos sin el pago de estampillas al estanco que a propósito quedaba a unos metros arriba y donde Gilberto Torres Reyes, antes de pintar paisajes, trabajaba en nombre el partido conservador y a quien un descuadre involuntario le dio un destierro por más de veinte años.
Al frente don Jesús Aristizábal, prohombre de los negocios y tío abuelo del alcalde Juan Carlos Giraldo, administraba con celo los recursos abundantes que producía El Neva, orinadero público para clientes y extraños y jugadero de billar para marranos fatutos y raizales que se disputaban el amanecer con deliciosas broncas sin apelaciones del garitero. Buen bebedero de cerveza y refugio de desocupados en espera del apoyo eventual de los dadivosos de entonces, que en honor a la verdad, eran muy pocos.
El Café Granada se levantó impetuoso al frente del parque de Bolívar y era el máximo exponente de la hospitalidad calarqueña con las residencias en su parte superior que servían de alojamiento de primera clase antes de que Orlando Niño se le metiera en la cabeza la construcción del Hotel La Villa, primer cantón del reinato cafetero.
En este café también se jugaba billar y se dejaban las razones entre amigos con Ofelia la escultural y añajosa copera, que sabía de memoria los nombres de los contertulios y los teléfonos de tres cifras de los más reconocidos calarqueños.
El banco de los cafeteros
Cuando se despertó la bonanza cafetera en los ochentas el Banco Cafetero tomó decisión de armar un edificio en frente de otro de los bares vetustos de la 25 donde hoy don Fabio Botero tiene un emporio del chance y las apuestas. El edificio del Bancafé era una muestra del modernismo y del empuje de los empresarios del Café.
Dos o tres atracos memorables sufrió la entidad bancaria antes de que los irresponsables de la Federación lo feriaran por cualquier cosa a costa del trabajo de los caficultores colombianos.
Los cheques oficiales de la alcaldía o de las empras públicas tenían indefectiblemente el sello del Banco Cafetero y que aunque las colas eran interminables los lugareños se sentían cómodos de no tener que viajar a la “lejana” Armenia para estos menesteres del vil metal.
Los picapiedras
Siguiendo con el progreso de la 25 y muchos años después de que los imberbes de la época de los sesentas liderados por Hernán Valencia Echeverry les diera por picar a palazos y mazotes los andenes de la emblemática carrera, Olivo Guzmán instaló una especie de boutique que le imprimía ese tono de elegancia a quien entrara no obstante que el propietario no fuera, por supuesto, Pierre Cardin.
Olivo después vendió electrodomésticos, se acabaron los maniquíes y las blusas de tonos de colores y terminó expendiendo el Chance de Fabio Botero y sus socios del carrielismo cuyabro.
En frente tranquilo en la joyería Ónix estaba Oscar Aristizábal, a quien sus amigos no solo lo convencieron de que vendiera las mejores joyas de la localidad sino también que tenía voz de tenor y lo pusieron de vez en vez a cantar arias en diferentes espectáculos, especialmente benéficos, pero que según los entendidos era mejor calibrando el oro de las cadenas y mirando con la lupa el intestino de los relojes suizos.
Enseguida y un poco adelante los chupadores de la época encontraban, especialmente los domingos el refugio de la más estruendosa taberna del momento. Tropicana, administrada por Norberto Rodríguez, quien alternaba su disposición en el céntrico negocio con el fútbol aficionado muy importante para la época. Y qué mejor que estando prendido entrar donde los chinitos de al lado a degustar las delicias de la culinaria oriental y llevar de “llave” una, espectacular chuleta o las empanadas con dulce de guayaba o los pasteles de piña, de reconocida elaboración.
Rodríguez le pagada cincuenta centavos a un pelafustán para que le avisara cuando venía encima el entierro del momento para bajarle el volumen a la radiola y hacer homenaje de sigilo cristiano a quien había acabado de dejar el mundo de los vivos.
Y más abajo en la misma carrera 25 seguimos con Copelia, deliciosa estancia donde los muchachos y muchachas se deleitaban en las tardes dominicales con música en vivo y en las noches algunos bebedores irredentos alcanzaban grandes consumos que llevaban muchas veces a contiendas ilimitadas de golpes y sillas al viento, especialmente por cuestiones políticas.
Fue muy recordada alguna cuando Juan Calderón, el machote de la época, por poco mata a Raúl Márquez Sánchez, sastre emérito del pueblo, de un disparo en la testuz.
Y qué hablar de El Paraíso fuente de inspiración de amores campesinos y citadinos también, donde en alguna época Gilberto Beltrán alternó el oficio de cantina con su muy reconocido comercio de telas de la calle 39 donde Esperanza su prima esposa no disimulaba el encono que le ocasionaba la distribución de los dos oficios.
Enseguida don Israel Márquez, padre de Raúl, Pepe, Carlos, Gilberto y otros retoños esperaba ansioso en su funeraria el nuevo difunto para empacarlo a mejor vida en cajas de madera de desecho aunque con algunos ‘lujos’ terrenales en la despedida final.
Y Benilda
La 25 no es la 25 sin el Rincón Quindiano de Benilda. Ciudadano de cualquier tendencia política o religiosa, de encumbrada estirpe o bajos fondos, de billete al por mayor o recursos magros se ha apurado una chuleta de cerdo en ese rutilante cenadero.
Sobrebarriga en salsa, sancocho de gallina, carne asada, posta o bistec a caballo, están en la carta del más emblemático comedero de la Villa del Cacique.
Aunque Benilda partió a la eternidad sin retorno hace muchos años su hija mantuvo la sazón y hoy con nuevo propietario la cosa sigue igual.
Muchos comercios se instalaron de ahí para abajo como la famosa compra de café de Oscar Londoño y Manuel Sanín que en la destorcida del precio del grano pasó a mejor vida llevándose de paso al Negro Baena-fiel de los empresarios- quien no pudo soportar la debacle y se fue al otro mundo muy temprano dejando dolor entre sus amigos.