Arrierías 96

Tomás Litum

Cuando su padre lo levantó aquel sábado en la madrugada, no imaginaba que pasaría el resto del día acompañándolo a dejar el producto de la cosecha entre los distintos mini-fruvers que se expandían por al menos 5 o 6 barrios a la redonda de su residencia.

Don Pedro era arquitecto, pero su finca producía papaya y dado que estaba en plena cosecha, no deseaba perder la oportunidad para hacerse algunos pesos extra dado que la manutención de cinco retoños y una estirada esposa le exigían estar atento ante cualquier oportunidad de negocios.

Daniel sabía que era mejor no protestar, si lo hacía, lo más seguro era que le dieran la infinita charla de cómo su viejo pasaba los ratos libres entre las faenas de la finca del abuelo, las jornadas de viruta de la abuela o la venta de carne que de joven solía traer desde la finca para poder pagar sus estudios universitarios al venderla al menudeo entre los vecinos del barrio.

No era que despreciara el trabajo duro, admiraba la entrega de su padre, pero no le gustaba que le diera siempre la misma lora, de hecho, se sentía culpable por ser tan solo un estudiante de clase media al que le gustaban las ideas de bienestar social, la ayuda al prójimo y el compartir, en alguna medida, los esfuerzos por menguar las desigualdades socio-económicas en un país del tercer mundo.

Su padre lo tachaba de socialista y solía burlarse de su alma caritativa al decirle que, si tanto le incomodaba la pobreza reinante, regalara sus tenis de marca y que en la próxima ocasión podría comprar unos nacionales, pues con ello, tal vez tendría dinero para regalar un par de almuerzos o en su defecto, algunas dosis de bazuco a los indigentes de aquella urbe.

Una vez terminadas las entregas, ambos almorzaron y Daniel acompañó a su padre al sur de la ciudad a comprar unos repuestos para la guadaña y la fumigadora de la finca. Al parquear, un habitante de calle se acercó a la camioneta a pedir limosna, a lo cual, su padre respondió tajantemente, “no moleste hombre, yo tengo una familia que mantener, dígale a él, que al parecer le gusta andar repartiendo lo que no se ha ganado”.

Daniel se molestó al observar su falta de empatía y sonriendo le dijo, venga señor, a mí no me duele compartir unas monedas, rebuscó en su billetera pero tan solo encontró una de 500 pesos, se había gastado lo que tenía la noche anterior, así que tras entregársela le comentó, “lo siento amigo, no es mucho pero espero le sirva al menos como la cuota inicial de un tinto”, el señor, le devolvió la sonrisa, agradeció el gesto y segundos después desaparecía entre los transeúntes de las agitadas calles.

Al concluir las compras, los empleados del almacén cargaron los repuestos en el platón de la camioneta, su padre canceló la cuenta y Daniel, que hasta el momento se había quedado en el interior cuidando el vehículo de los ladrones, que en aquel sitio de la ciudad pululaban como moscas en almíbar, suspiró al dar por terminado el día, la resaca lo atormentaba y solo deseaba llegar a descansar.

Don Pedro encendió la camioneta, era evidente que estaba cansado, las ojeras, la mirada vidriosa y unos movimientos lentos y pesados presagiaban un viaje directo a casa, el tráfico era pesado, como de costumbre, así que, para romper el silencio, le comentó a Daniel, que bien¡, menos mal ya acabamos con todos los quehaceres, a lo cual, su hijo tan solo respondió, “sí, Pa, menos mal, no demora en empezar a llover”.

Sin embargo, mientras esperaban el cambio de luces del semáforo para tomar la autopista, la única vía que siquiera a esa hora parecía moverse, su padre se alteró al ver en el espejo retrovisor que entre los vehículos aparecía el habitante de calle, traía un pan de 500 en la boca y en sus manos la puerta de estacas de la camioneta, tras colocarla y ajustarla en el platón, al observar el cambio de luces se despidió efusivamente de Daniel y volvió a perderse entre la multitud.

FIN

Ubaque, Cundinamarca, Colombia, 4 de abril de 2025.

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